14.4.07

Terminó

Terminó todo blanco. ¿Terminó? Todos ellos creen que si. La nebulosa llenaba la sala, arremolinaba lo que había sido mesa, porque también se había acabado como mesa. Era ahora parte del piso de madera; apenas los distinguiríamos si entrásemos en la habitación, si lográsemos atravesar nadando o saltando la masa espesa. Si eso ocurriese, si pudiésemos pisar aquel suelo, notaríamos a nuestros pies una suerte de capa viscosa, un tanto amarronada, explayada en el rincón de allá, y una parte de ella queriendo subir por la amarillenta pared, trepando con una mano blanda, intentando sujetarse de la descascarada cal e inútil, se le resbalan sus deditos mochos.
Me pongo en cuclillas a su lado. La miro, la huelo. Percibo que todavía emana un aroma dulce y que se desparrama, sigue creyéndose una madera. Le sonrío y me desplazo reptando por el piso. Repto. Si, repto en honor a la pobre cosa amorfa que yacía en la esquina de la habitación, porque ella quiere fagocitarse y no lo logra, e intenta escaparse y tampoco. Entonces yo, conmovida, me tiro de panza al piso y quiero sentirme un poco como ella. De ese modo, llego hasta el pié de una columna.
Mis ojos, ya acostumbrados a la constante neblina me trasmiten los miles de dibujos que posee el monstruo de cemento. Toco con una mano los relieves de la pintura, para descubrir que la yema de mi dedo índice se tiñe del verde del árbol aquel.
Fascinada, froto mi antebrazo con la columna. Celestes y rojos, el cielo y las casas en mí. Mi brazo derecho, envidioso, procede igual. Con mis extremidades superiores sintiéndose protegidas y clandestinas, continúo mi paseo.
Me topo con remeras sin cuerpos a los cuales vestir, angustiadas resuelven suicidarse. Supero ese primer terror a convertirme en suicida, en desesperarme inocente e imperceptiblemente y volverme mi asesina.
Lo salto temerosa, y aterrizo con mis dos pies juntos sobre un colchón. Me recuesto en él, y sólo ahora siento el peso de toda mi enfermedad, de mi cansancio, de mis vueltas, de mis cuentas. M enredo en una sábana blanca, hecha por es nebulosa quizá y unida a ella. Me envuelve, me tapa primero los pies, pasando la cintura y yo sigo moviéndome, pero no trato de huir, sino sólo busco una mejor posición para absorber el candor de la sábana.
Una vez cubierta hasta la cabeza, giro a la derecha y me entero que comparto mi cama con alguien más. Ese torso desnudo, esa cabeza, esas piernas agotadas. Mi compañero escapaba, él huía y yo sin quererlo, lo había hallado.
Él se retuerce dolido, mientras yo intento calmarlo de su éxtasis de terror. Tuve que acariciar incontables veces su cabeza para que duerma.
Siguen preguntando si todo terminó.