20.4.08

La fisura

El agua que cae sobre un cuerpo desnudo situado en una habitación, y a su vez parado detrás de una cortina, hace que uno trabaje; que al compás de sus manos acariciando, refregando y tocando el cerebro imagine e invente. Por lo general, la música elegida para tal solemne ocasión ayuda un poco. Uno puede no percatarse y pensar que oh, qué bien, se me ha ocurrido esta genialidad en completísima soledad. Otras veces uno sorprende una frase que escucha a alguien cantar y la sujeta de sus patitas de letras, y la trae para acá y comienza a crearle personajes y lugares y heridas. En ciertos momentos a uno le da pena inventar heridas infectadas, y levantando el jabón, hace un gesto con la boca que simplemente borra todo lo mentalmente escrito.
Después de cerrar las canillas me senté en mi inodoro de tapa gris, todavía escuchando al mismo tipo cantar, y agarré una frase. Era una de dieciséis palabras con tildes (que hacen a la estética) y estaba en mi canción predilecta del álbum.
La frase quedó sobre mi pelo y bajó hasta las rodillas mientras me cambiaba. Una vez salida yo del baño, me dirigía a mi habitación cuando la frase cayó y se quebró en dos. Mi piso era demasiado duro para tan fragilidad de palabra, y la pobre no lo resistió. De inmediato busqué cinta aisladora y la uní. Yacía sobre mi palma, un tanto marchita y afligida. La puse arriba de la mesa de la cocina mientras yo preparaba mi cena. A cada instante volteaba a mirarla, y en una de esas, la hoja de mi cuchillo tajó mi dedo mayor. Me lo merecía, pensé, la dejé caer, la transporté a un estado de dolor punzante; cómo duelen las palabras.
Dejé la cena por la mitad y me hice de algunas hojas blancas de tipo oficio, lápiz y goma, y me puse a dibujar la frase, la P con que comenzaba, las letras siguientes redondeadas, horribles me quedaban. La frase se retorcía contra mis papeles abollados, me imploraba que la deje morir en paz, y mis lágrimas le hacían peor; no llores, llegó a decirme. Me recordaba a un cascarudo negro; pero ella era verde; un cascarudo al que le han quitado una pata, y ya quiere morir; dejen que me vaya. La frase se calmó luego de unos minutos. Pude sentir que todavía existía, pero estaba tranquila.
Completé mi cena y la miré nuevamente. Ahora era un bollito de letras a un lado de mi plato. Estaba durmiendo, y sonreí. Descubrí cómo duermen las palabras cuando cierro mis libros, me dije. Me gustaba imaginarme a las letras en esas situaciones. Una amiga, por ejemplo, siempre contaba lo feliz que sería durmiendo en una jota.
Yo me sentía mal por mi frase maltrecha. La había tratado sin cuidado, se había desprendido de mí hasta llegar casi a la muerte.
Me fui a dormir dejando a la frase sobre la mesa. Al otro día, la encontré estiradita y con más luz. Se veía mejor, y yo también. Decididamente, quise dibujarla, escribirla y continuar lo que alguna vez había querido lograr con ella.
Desde ese día, sello todas las noches mis deudas con las palabras.